César Criollo, José Mujica y el riesgo de pasarlos por alto

Mi buen año terminó con una noticia fatal: el asesinato de César Criollo, gran promotor de la bicicleta, precisamente por robarle la suya en Flandes, Tolima. No conocí personalmente a César, pero sí profesionalmente, y aunque no puedo decir mucho de él, sí diré que fue una muerte que me dolió enormemente.

Ese dolor y las muchas reacciones en redes de otras tantas personas que lo conocían mejor me han puesto a pensar en la situación. Muchas veces el dolor habla por uno y es natural decidir expresarse al respecto como fluye, pero me pregunto si, además de esas expresiones de dolor, somos capaces de ponernos en una postura transformadora que nos dé alternativas a la crisis que vivimos.

Me arriesgo a decir, con mi lado más optimista, que la gran mayoría –si no todos- acordaríamos que una vida vale más que un objeto. Al menos de boca para afuera. Y es algo que he visto repetir insistentemente con el caso de César, algunas veces hablando del mero objeto bicicleta, en otras de lo que significa ésta para los que trabajan diariamente promoviéndola.
Respeto mucho todo tipo de comentarios, desde los que abiertamente madrean a quienes le quitaron la vida hasta los que llenos de calma exigen reflexión alrededor de la Colombia que nos tocó vivir, pues no se trata de juzgar las reacciones naturales, pero aun estando de acuerdo me preocupa que las reflexiones lleguen hasta ahí. ¿Es realmente un problema de valores al que nos enfrentamos? ¿A gente inescrupulosa que simplemente pasa por encima de la vida de alguien para quitarle sus pertenencias? Incluso me pregunto si se trata de un problema de país.

En agosto de 2013 padecí mi primer atraco a mano armada. Dicen los que saben de la situación en los barrios La Merced y la Perse -en Bogotá- que los instrumentos con que nos encañonaron eran de juguete, cosa que no me atreví a averiguar. La sensación es desastrosa en todos los sentidos, pero lo que más me impactó fue la reacción de muchos de quienes se enteraron de la situación instantes después de lo sucedido: “a esos hijosde**** hay es que buscarlos y matarlos”, dijo alguien que seguramente había votado por Uribe y su séquito en años anteriores, lo que resulta apenas coherente con su inclinación política. Pero cuando me encontré con respuestas similares de quienes consideraba de mente abierta, me preocupé.

Hablar desde el dolor y la afectación que produce que alguien más pase por encima de uno o de alguien cercano, es apenas comprensible; pero que eso se mantenga en las reflexiones de fondo es preocupante.

Pienso que no nos enfrentamos a un problema de valores. Los nuestros, los de la sociedad neoliberal del productivismo fueron modificados hace tiempo, como dijera Paul Verhaeghe, incluso llegando a afectar nuestro comportamiento psicológico haciendo de cada uno un potencial psicópata, asunto que anota Robert Hare. Pero en la calle seguimos convencidos de que ya no hay valores, los mismos de nuestros abuelos. Olvidamos que todos los días trabajamos para ponernos, a nosotros mismos y a los de al lado, contra las cuerdas del produccionismo y la competencia; olvidamos –o pretendemos ignorar- que comprar una bicicleta o un carro es simple demostración de que en otro lugar del mundo hay alguien muriendo de hambre o siendo explotado para que eso pueda darse; olvidamos que en nuestras posesiones, en las de los pocos que podemos darnos el lujo de tenerlas producto del sudor de nuestra frente, hay muestra de la inequidad que intrínsecamente nos expone a ser asesinados por quitárnoslas.

Seguir convencidos de que el problema base es de valores y, más específicamente, de los de las clases menos favorecidas, es síntoma del desconocimiento de las reglas que tácitamente aceptamos del pensamiento neoliberal. Quienes tenemos, creemos que es así porque nos hemos esforzado lo suficiente –incluso en demasía- y que eso es norma suficiente para pedirle a los demás que respeten lo logrado por nosotros, asumiendo que quien fracasó fue por no haberse esforzado como nosotros. Esa ilusión aporta enormemente a que tratemos casos como el de César desde la superficie.

Quienes únicamente ven dos formas de organización social –ingenua democracia y comunismo-, es posible que me lean pensando que soy un comunista frustrado o un resentido social que no puede aceptar que otros tengan más que yo. No es así. Vivo en medio del mismo capitalismo que los demás y soy producto de muchas de sus dinámicas; este computador desde el que escribo seguramente fue producto de la explotación de quién sabe cuántos asiáticos y aun así lo compré, y aunque esta afirmación pueda restarle credibilidad a mi voz, lo reconozco pues es fundamental para poder preguntarme qué coño hacer  para que esa situación cambie.

Mi respuesta, al menos parcialmente, está en lo siguiente: este mismo 2014, el del asesinato de César, hubo un gran hombre que, a mi juicio, viene repitiendo título como personaje del año por unos cuantos consecutivos habitando en el ejemplo que puede voltear el pensamiento occidental. Un  hombre que, me temo, lamentablemente pasará desapercibido por lo que realmente pudo hacer por esta sociedad, porque nos dejamos descrestar por lo poco que la prensa fue capaz de decir de él.

Dentro de la misma cultura occidental del productivismo neoliberal –explicado por Elías Siminiani como el ciclo producir y descansar para seguir produciendo-, José Mujica dio ejemplo de algo que ningún otro político que yo conozca ha podido hacer: un genuino acto político. Dando prioridad desde su cotidianidad misma al beneficio del colectivo, desprendido de las leyes ingenuas de la meritocracia –que rezan entre otras cosas que quien logra ascender merece mayor remuneración económica- y cumpliendo a la vez con el canon tradicional de éxito –ocupar un cargo digno de reconocimiento-, Mujica mantuvo una vida austera en la que mezcló con maestría los principios del decrecimiento económico, la redistribución de capital y trabajo, y la apertura a nuevas formas de pensar colectividad desde el sur. Para poner uno de los muchos ejemplos que Mujica encarna, el hombre no entregaba el 90% de su salario a caridad como intentaron reducir los periodistas que lo entrevistaron –la caridad, pienso yo, trasciende los peligros del asistencialismo y lo que llamo el altruismo inocuo-, sino que lo daba a organizaciones que financiaban el trabajo de otros. Eso es redistribución del capital e, indirectamente, del trabajo. Esto, desde mi humilde punto de vista, es lo más cercano a la transformación social para poder vivir en tranquilidad, pues si quienes percibieran grandes ingresos, concibieran redistribuirlos para darle a otros la posibilidad de trabajar -ojo que el consumo no lo garantiza-, podría resultar algo bien interesante.

Lo que me entristece, sin embargo, es estar altamente convencido de que quienes compartieron en sus redes sociales los titulares en que patéticamente lo llamaban el presidente más pobre del mundo, en que sensacionalistamente resaltaban como su mayor proeza la legalización de la marihuana en Uruguay o incluso sus magníficas intervenciones frente montones de oídos sordos presidenciales, no se están preguntando cómo aplicar las lecciones de este Maestro en sus vidas, pues viven, como los demás, en el afán de conseguir más pesos para garantizarse la superficial tranquilidad que brinda la propiedad privada.

¿Queremos, realmente, vivir tranquilos en nuestras calles? ¿Queremos dejar de perder vidas como la de César? Una ley por la vida del ciclista no bastará, así como no ha bastado saber que robar y asesinar es crimen. Si lo único que reconocemos como éxito está medido en el marco de las posesiones y el dinero, desde lo corporativo –como insiste el profesor Robert Hare con sus psicópatas corporativos- hasta lo delincuencial, seguiremos haciendo lo que sea para conseguirlo.
Y si en sumatoria, seguimos convencidos de que ese dinero también es para comprar tranquilidad, la cosa se agrava significativamente. Mi gran amigo Gabriel me contaba que hace unas semanas alguna compañera de trabajo le dijo que “con un salario de $14 millones de pesos colombianos/USD$7000, viviría tranquila”. Yo me pregunto si realmente con ese salario uno podrá comprar la tranquilidad para andar sin temor a que lo maten por un celular o una bicicleta. Lo dudo francamente.

Mujica mostró una de las únicas claves que veo en la actualidad para evitar que muchos otros Césares mueran por las causas ya mencionadas. La cuestión es si tenemos interlocutores capaces de poner freno a sus afanes de éxito tradicional y su consumo correspondiente o su sed de tranquilidad comprada, pues sin ellos no veo mucho por hacer.

Me despido de este 2014 que cerró de una manera tan horrorosa, llamando a que no dejemos pasar por alto ni a César ni a Mujica, enredados únicamente en debates por los valores de antaño y más bien reconociendo que ahora priman los de la sociedad que aceptamos sin discusión: la neoliberal del productivismo.

Que el 2015, entonces, sea un año en que al menos quienes admiran a Mujica, se tomen la tarea de dejar de postearlo inocuamente y se le midan a construir acciones políticas desde su cotidianidad, y que quienes nos dolimos por la partida forzada de César lo pensemos más a fondo. Redistribuyamos el trabajo y el capital, construyamos nuevos cánones de éxito, y permitámonos una tranquilidad pública, no privada. Si al menos este grupo de personas lo hace, alguna luz se verá para que no tengamos que perder más vidas por las manos asesinas de quienes buscan, como la gran mayoría, el mismo éxito neoliberal modificador de valores y hacedor de psicópatas.

Que venga un mejor 2015.

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